Con siete votos a favor -dos de ellos repetidos, pues nadie había dicho que era uno por persona-, otro nulo -por haberlo depositado el llanero técnico pocero fuera del sitio habilitado- y muchas abstenciones, casi más que número de pinchazos de Ángel Egipcio en un mes-, salió adelante la tímida propuesta realizada por Barna días atrás.
Dieciséis perdíos y uno más son muchos perdíos para un sábado cualquiera. Ángel , Orzowei y Pitu hubieran completado los veinte. Alguno acudió con la confianza de que no haríamos una ruta tan lejana en kilómetros y tan cercana en el tiempo a las Navidades, pero se acabó la hora del llaneo, las medias tintas y los pocos kilómetros. Por una vez la ruta decidida iba a llevarse a cabo, aun a riesgo de llegar tarde y perdernos las cervezas. No nos hubiera importado ir por las trialeras por tercer sábado consecutivo. Ya no las teníamos miedo. Jose, Migue y Mario nos habían mostrado como caer de la bici con elegancia, sin peligro. -"Ostia, ostia, ostia", era el grito de Jose que nos alertaba de que podía caerse. -"Ja, ja, ja, ja", a voces límpias, era la confirmación de Barna de que el compañero estaba en el suelo. Pero cuarenta o cincuenta kilómetros nos sabían a poco. Esta vez había que alejarse un poco.
Pasaban largamente las nueve cuando huíamos de la niebla que cubría Don Benito con la seguridad de que el entorno del Castillo estaría soleado. No había llovido en toda la semana, pero no teníamos claro que no hubiera barro en la bajada de los eucaliptos. Al llegar allí, nuestras sospechas se confirmaban. Era un barro rojo, arcilloso, húmedo -como todos los barros- y traicionero. Con tal panorama, la única opción era bajar siguiendo la estrecha rodadura que había dejado un vehículo. Ni se te ocurra correr, ni salirte de esos límites o estabas perdido. No era mala idea sacar un pie para mejorar el equilibrio o para apoyarte en caso de apuros. Las precauciones eran pocas.
Sin incidentes, pero con las cubiertas un poco más gordas que cuando salimos, llegamos al primer arroyo. Viendo su caudal ya nos hacíamos una idea de cómo iba a ser la excursión. Los primeros se aventuraron a pasar a lo loco. Era momento de probar si los calcetines térmicos, isotérmicos o hipotérmicos, aguantaban la envestida. Vamos, que si te mojabas o no los pies. Los que llevábamos calcetines del Lidl decidimos no arriesgar y, de piedra en piedra y usando la bici como bastón, cruzamos el charco con más o menos fortuna.
Barro y agua en los primeros kilómetros y quedaban muchos todavía.
Como alguno se había mojado los pies y la mañana estaba un poco fresquita, el ritmo se animó y fue estirándose poco a poco. Las dudas de ir tan lejos estaban en la mente de algunos. ¿Cuántos de nosotros quería realmente llegar hasta el Castillo de la Pajosa? Aún podíamos girar a la izquierda y dirigirnos a la Lapa...Pero, no hubo lugar al debate, los primeros pasaron de largo camino de las cataratas.
Si el arroyo lo habíamos pasado por los pelos, ni intentamos cruzar el río Guadámez por el badén. Nos dirigimos directamente al puente. Aquí hubo un antes y un después en la ruta. La visibilidad era cada vez mayor, ya empezaba a asomar la Sierra de Utrera y, como si buscásemos el Sol con desesperación, algunos salimos despavoridos hasta alcanzar el primer alto. Uf, por fin. !Qué bonita mañana! Ya no había barro, ni agua, ni niebla. Qué cambio tan radical. Poco a poco fueron todos llegando. ¿Todos.........? Pasado un tiempo comprobamos que algo no encajaba. Migue, Ángel, Jose y Pabli no llegaban. Habían sido engullidos por la niebla. Les había confundido. Despistados y desorientados habían tomado rumbo oeste, camino del canal. Ya no había vuelta atrás. Una llamada de Mario confirmaban nuestros peores presagios, habían tomado un rumbo equivocado. Su recorrido se acortaba considerablemente y tendrían que volver a casa llaneando. Desgraciadamente ya no podrían disfrutar (y sufrir) con nosotros de la soleada subida al Castillo de la Pajosa.
Recuperado el aliento y, tras comprobar con alivio que el "muchacho" había dejado al cuarteto a su suerte y seguía con nosotros, continuamos . La ascensión ya era continua, pero sin barro, sin niebla y con la temperatura subiendo. El paseo fue agradable e incluso nos cruzamos con varios ciervos. Teníamos dos opciones para llegar a nuestro destino. La primera, y más habitual, era subir por el lado noreste. Más llana en un principio, pero muy exigente en el último tramo, con una fuerte pendiente y pequeñas piedras sueltas. La segunda opción, la que al final tomamos, por el lado noroeste, más larga, pero más llevadera.
Sentados sobre las piedras y barandillas del Castillo, recuperamos fuerzas, tomamos el sol y lamentamos la suerte que habían corrido nuestros despistados compañeros que, sin el GPS de Ismael y sin las indicaciones del Sherpa Avería, estarían en apuros buscando en el horizonte alguna referencia que les devolviera a casa.
Aun sabiendo que ya era tarde y que nos quedaríamos sin cerveza, iniciamos el descenso con alegría por la vertiente contraria a la que habíamos subido. Muchas bicis juntas bajando podrían provocar algún susto. Así, el que suscribe echó mano de frenos para no ser tragado por un cortado, corrigió la trayectoria provocando que Piolo me esquivara, hiciera un recto y se detuviera junto a un pino. Sin más sustos llegamos a las faldas de la Sierra. Las piernas ya iban notando la excursión. A esto se añadía de nuevo el barro, los charcos, muchos charcos, los arroyos, los caminos empedregados, las cuestecillas rompepiernas… A partir de este momento se acababa el paseo. Para más INRI Ismael empezaba a tener problemas con el cambio. No es que necesitara monedas sueltas, pues en el campo no hay ni tan siquiera máquinas de Coca Cola, sino que la corona grande no bajaba. De vez en cuando tenía que pararse para cambiarla manualmente. Esto no impidió que al final acabara entre los cuatro primeros.
Pasados unos kilómetros, de nuevo teníamos que cruzar el arroyo que nos llevara a la zona de eucaliptos. La mayoría cruzó montado, empeñados en llegar a casa con los pies mojados. Los menos, cruzamos de nuevo por las piedras y, por ello, nos quedamos descolgados. Unos pajarillos revoloteaban por encima de Piolo y quizás también rondaban a Lospi y Juan Carlos. La subida se hizo complicada. Mantener el equilibro entre el barro era casi imposible.
Todos juntos, de nuevo, en la última parada del día. Sálvese quien pueda. Poco más de diez kilómetros hasta Don Benito y ya nadie esperaría a nadie. Se formaron al menos tres grupos, con bastante distancia entre ellos. Alguno incluso, como Javi Tico, en tierra de nadie.
Dicen que Rubén llegó el primero, en el grupo de Ismael, pero yo no lo ví. Tampoco llegué el Penúltimo.
Dieciséis perdíos y uno más son muchos perdíos para un sábado cualquiera. Ángel , Orzowei y Pitu hubieran completado los veinte. Alguno acudió con la confianza de que no haríamos una ruta tan lejana en kilómetros y tan cercana en el tiempo a las Navidades, pero se acabó la hora del llaneo, las medias tintas y los pocos kilómetros. Por una vez la ruta decidida iba a llevarse a cabo, aun a riesgo de llegar tarde y perdernos las cervezas. No nos hubiera importado ir por las trialeras por tercer sábado consecutivo. Ya no las teníamos miedo. Jose, Migue y Mario nos habían mostrado como caer de la bici con elegancia, sin peligro. -"Ostia, ostia, ostia", era el grito de Jose que nos alertaba de que podía caerse. -"Ja, ja, ja, ja", a voces límpias, era la confirmación de Barna de que el compañero estaba en el suelo. Pero cuarenta o cincuenta kilómetros nos sabían a poco. Esta vez había que alejarse un poco.
Pasaban largamente las nueve cuando huíamos de la niebla que cubría Don Benito con la seguridad de que el entorno del Castillo estaría soleado. No había llovido en toda la semana, pero no teníamos claro que no hubiera barro en la bajada de los eucaliptos. Al llegar allí, nuestras sospechas se confirmaban. Era un barro rojo, arcilloso, húmedo -como todos los barros- y traicionero. Con tal panorama, la única opción era bajar siguiendo la estrecha rodadura que había dejado un vehículo. Ni se te ocurra correr, ni salirte de esos límites o estabas perdido. No era mala idea sacar un pie para mejorar el equilibrio o para apoyarte en caso de apuros. Las precauciones eran pocas.
Sin incidentes, pero con las cubiertas un poco más gordas que cuando salimos, llegamos al primer arroyo. Viendo su caudal ya nos hacíamos una idea de cómo iba a ser la excursión. Los primeros se aventuraron a pasar a lo loco. Era momento de probar si los calcetines térmicos, isotérmicos o hipotérmicos, aguantaban la envestida. Vamos, que si te mojabas o no los pies. Los que llevábamos calcetines del Lidl decidimos no arriesgar y, de piedra en piedra y usando la bici como bastón, cruzamos el charco con más o menos fortuna.
Barro y agua en los primeros kilómetros y quedaban muchos todavía.
Como alguno se había mojado los pies y la mañana estaba un poco fresquita, el ritmo se animó y fue estirándose poco a poco. Las dudas de ir tan lejos estaban en la mente de algunos. ¿Cuántos de nosotros quería realmente llegar hasta el Castillo de la Pajosa? Aún podíamos girar a la izquierda y dirigirnos a la Lapa...Pero, no hubo lugar al debate, los primeros pasaron de largo camino de las cataratas.
Si el arroyo lo habíamos pasado por los pelos, ni intentamos cruzar el río Guadámez por el badén. Nos dirigimos directamente al puente. Aquí hubo un antes y un después en la ruta. La visibilidad era cada vez mayor, ya empezaba a asomar la Sierra de Utrera y, como si buscásemos el Sol con desesperación, algunos salimos despavoridos hasta alcanzar el primer alto. Uf, por fin. !Qué bonita mañana! Ya no había barro, ni agua, ni niebla. Qué cambio tan radical. Poco a poco fueron todos llegando. ¿Todos.........? Pasado un tiempo comprobamos que algo no encajaba. Migue, Ángel, Jose y Pabli no llegaban. Habían sido engullidos por la niebla. Les había confundido. Despistados y desorientados habían tomado rumbo oeste, camino del canal. Ya no había vuelta atrás. Una llamada de Mario confirmaban nuestros peores presagios, habían tomado un rumbo equivocado. Su recorrido se acortaba considerablemente y tendrían que volver a casa llaneando. Desgraciadamente ya no podrían disfrutar (y sufrir) con nosotros de la soleada subida al Castillo de la Pajosa.
Recuperado el aliento y, tras comprobar con alivio que el "muchacho" había dejado al cuarteto a su suerte y seguía con nosotros, continuamos . La ascensión ya era continua, pero sin barro, sin niebla y con la temperatura subiendo. El paseo fue agradable e incluso nos cruzamos con varios ciervos. Teníamos dos opciones para llegar a nuestro destino. La primera, y más habitual, era subir por el lado noreste. Más llana en un principio, pero muy exigente en el último tramo, con una fuerte pendiente y pequeñas piedras sueltas. La segunda opción, la que al final tomamos, por el lado noroeste, más larga, pero más llevadera.
Sentados sobre las piedras y barandillas del Castillo, recuperamos fuerzas, tomamos el sol y lamentamos la suerte que habían corrido nuestros despistados compañeros que, sin el GPS de Ismael y sin las indicaciones del Sherpa Avería, estarían en apuros buscando en el horizonte alguna referencia que les devolviera a casa.
Aun sabiendo que ya era tarde y que nos quedaríamos sin cerveza, iniciamos el descenso con alegría por la vertiente contraria a la que habíamos subido. Muchas bicis juntas bajando podrían provocar algún susto. Así, el que suscribe echó mano de frenos para no ser tragado por un cortado, corrigió la trayectoria provocando que Piolo me esquivara, hiciera un recto y se detuviera junto a un pino. Sin más sustos llegamos a las faldas de la Sierra. Las piernas ya iban notando la excursión. A esto se añadía de nuevo el barro, los charcos, muchos charcos, los arroyos, los caminos empedregados, las cuestecillas rompepiernas… A partir de este momento se acababa el paseo. Para más INRI Ismael empezaba a tener problemas con el cambio. No es que necesitara monedas sueltas, pues en el campo no hay ni tan siquiera máquinas de Coca Cola, sino que la corona grande no bajaba. De vez en cuando tenía que pararse para cambiarla manualmente. Esto no impidió que al final acabara entre los cuatro primeros.
Pasados unos kilómetros, de nuevo teníamos que cruzar el arroyo que nos llevara a la zona de eucaliptos. La mayoría cruzó montado, empeñados en llegar a casa con los pies mojados. Los menos, cruzamos de nuevo por las piedras y, por ello, nos quedamos descolgados. Unos pajarillos revoloteaban por encima de Piolo y quizás también rondaban a Lospi y Juan Carlos. La subida se hizo complicada. Mantener el equilibro entre el barro era casi imposible.
Todos juntos, de nuevo, en la última parada del día. Sálvese quien pueda. Poco más de diez kilómetros hasta Don Benito y ya nadie esperaría a nadie. Se formaron al menos tres grupos, con bastante distancia entre ellos. Alguno incluso, como Javi Tico, en tierra de nadie.
Dicen que Rubén llegó el primero, en el grupo de Ismael, pero yo no lo ví. Tampoco llegué el Penúltimo.
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